Cuando el geómetra sapientísimo llegó, él ya estaba allí. Enhiesto. Con los pies, a modo de base, apoyados con firmeza en el suelo. Su altura orgullosamente erguida, como tratando de conducirnos a las estrellas.
– Perdóneme, suelo ser puntual, pero cuando uno se mete en el mundo de los humanos el tráfico de las ciudades es francamente insoportable. Recuerda al mismísimo Infierno del Dante.
– No se preocupe. Soy isócrono – respondió.
Era una mañana en la que ya se olía la primavera. Un sol tibio acariciaba, sin llegar a calentar, pero a la sombra una brisecilla inicialmente agradable acababa dejándote frío.
– ¿Donde quiere sentarse? – inquirió amablemente el geómetra. ¿Sol o sombra?.
– Tampoco se preocupe. Soy isotermo – volvió a responder.
– Como prefiera. Y, ¿donde nos sentamos?. ¿En ese banquillo o sobre la hierba?.
Al pié de un viejo olmo, quizá hendido por un rayo, había un banco de piedra. Seguro que también de piedra era la cabecera. Y sosegándolo todo se ofrecía un mullido césped, repleto de esa humildes margaritas.
– Escoja usted. Yo soy isomorfo.
El geómetra sapientísimo exhaló un hondo suspiro de alivio y satisfacción al tiempo que exclamó:
– Por fin ahora lo comprendo a usted, y así podremos seguir nuestra conversación: Usted es isósceles!!!.
Y continuaron charlando y charlando y charlando hasta que los poliedros se tornaron irregulares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario