domingo, 30 de mayo de 2021

El retorno

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Cuando el viajero llegó a la misma estación de la que había partido 40 años antes, la ciudad lo recibió también de igual manera, con una lluvia fina y pertinaz (orbayu la denominaban en aquel lugar), que conocía bien y sabía que si no se refugiaba de ella acabaría con una más que severa mojadura.

Gustaba nuestro personaje de viajar ligero de equipaje, lo que le iba a permitir desplazarse a pie hasta su hotel, eso sí, protegido por un paraguas, instrumento que nunca abandona a todo buen habitante de aquellas tierras.

Cuando enfiló la recta calle principal que unía la estación con el centro todo estaba envuelto en una neblina gris acerada que añadía aún más tristeza al hecho de comprobar que los cambios ocurridos en su ausencia no eran sustanciales, destacando el hecho de encontrar aún más negocios con el cartel de se vende/se alquila como tenebroso producto de las dos últimas crisis.

Entregado a la añoranza había decidido que en tanto buscaba una vivienda definitiva se alojaría en el hotelito de la plaza en la que habían transcurrido sus primeros años, y en la que se desarrollaron sus juegos infantiles, algo ahora imposible por mor de la invasión del tráfico.

Una vez instalado encargaría a una empresa de transportes el traslado de sus libros, sus cuadros y su querido piano, y después a una agencia inmobiliaria que, sin urgencia, pusiera en venta su piso, pues aunque pensaba volver en cuantas ocasiones le fueran posibles a Barcelona, la ciudad donde había trabajado y sido feliz durante estos últimos cuarenta años, no sería de forma tan frecuente ni tan prolongada como para mantener un piso como el suyo abierto, con los gastos que ello conllevaría.

El citado hotelito era pequeño, pero tenía todos los requerimientos básicos para una estancia confortable, y sobre todo una ubicación excelente, no solo por las razones sentimentales antes descritas sino también por encontrarse en la zona más céntrica de la ciudad.

Tras una ligera cena decidió retirarse a descansar. El día había sido largo, pródigo en emociones y no exento tampoco de cierta fatiga física. Los años comenzaban a pesar por más que subjetivamente no lo pareciera.

Un cúmulo de sensaciones, recuerdos y nostalgias se le agolpaban produciéndole una enternecedora situación de cierta labilidad emocional, pero que no le resultaba en modo alguno desagradable ni dolorosa, por lo que no tuvo ninguna dificultad en conciliar un sueño fácil que al día siguiente observó como reparador, y sin que el subconsciente le hubiese generado ningún sueño indeseable.

Desde su jubilación había adquirido el hábito de convertir el desayuno en uno de los momentos placenteros y relajados del día, bien es verdad que procuraba que esto sucediera también el mayor número de veces posible a lo largo de toda la jornada. Cuidaba de escoger alimentos de forma equilibrada y sin ninguna prisa, recreándose en el color, textura y sabor de los mismos. Zumo o frutas, cereales en forma de pan tostado, lácteos, proteínas en algún embutido suave, y un estimulante café con leche al que en alguna ocasión se permitía el lujo de añadir un croissant, algo aquí imperdonable por estar cerca de la confitería que llevaba más de 100 años confeccionando los mejores. Todo ello sin ninguna prisa, al tiempo que, con calma, planificaba mentalmente su jornada matutina.

Ciertamente debería buscar piso, pero quizás esta era la tarea que menos le urgía. Lo que más ansiaba era reencontrarse con la ciudad, por lo que sentía la ilusión y la incertidumbre de quien va a reencontrarse con una antigua novia. Desde que se había marchado regresó en algunas ocasiones, siempre con el único objetivo de visitar a sus padres con los que tenía una más que entrañable relación, aunque la verdad es que fueron más las veces en que ellos lo habían visitado a él en Barcelona. Pero desde que estos faltaban, y bien que los echaba de menos, no había vuelto a pisar su ciudad natal, así que tenía ganas de reencontrarse con ella y con sus recuerdos, aunque por otra parte sentía cierta inquietud ante la posibilidad de haberlos idealizado y que la realidad le mostrase alguna decepción.

Por de pronto la casa en la que había nacido, en aquella misma plaza, ya no existía, y estaba sustituida por otra de diseño más moderno de acero y cristal, y sus bajos estaban ocupados por un gran restaurante también de diseño. El convento de monjas, cuyo origen se remontaba al siglo XIII y que había sido declarado Bien de Interés Cultural, y cuyo interior había sido motivo de calenturientas aventuras épicas en su infancia, era sustituido por un vanguardista edificio de la administración, de Hacienda para más inri.

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De todos modos, desde allí comenzaría su primer paseo en el que el objetivo más preciado era llegar al bar donde su padre le había contado en reiteradas ocasiones que tenía la tertulia n la que se reunía con sus amigos, y formaba parte de su felicidad. Eran 10, todos mayores que él, todos personas inteligentes y creativos (pintores, músicos, escritores, etc., eso sí, todos de distinta ideología), que una vez por semana, durante una hora o raramente un poco más, y alrededor de sendas copas de vino (alguna vez se repetía la ronda) y algún aperitivo sólido, charlaba y discutían, alguna vez acaloradamente. Pero siguiendo un símil futbolístico, lo que sucede en la tertulia se queda en la tertulia. Nunca la más estruendosa discusión erosionó un ápice el cariño que entre ellos se tenían. A su padre siempre que hablaba de su tertulia se le iluminaba la mirada y se le dibujaba una sonrisa que significaban los muchos ratos de felicidad que allí disfrutaba.

Con estos pensamientos en poco tiempo llegó al centro sentido de la ciudad. Allí seguía el antiguo teatro, templo de la lírica a la que tan aficionados eran los habitantes de aquella ciudad, y donde anualmente se entregaban importantes premios a figuras destacadas de la ciencia y el pensamiento, que luego llevarían el nombre de la región por todo el mundo. Apenas encontró diferencias con el recuerdo que de él tenía en sus años jóvenes, si no fuera por la peatonalización de las calles aledañas.

A su lado la plaza que había sido testigo de tantos acontecimientos históricos, incluso anteriormente, él ya no había conocido eso, estuvo una cárcel para mujeres, y cuyo nombre tantas veces había cambiado al albur de las pasiones políticas del momento. Bordeada por significativos e imponentes edificios de singular valor arquitectónico, uno de ellos estaba coronado por un reloj con carillón que cada cuarto de hora, con la melodía del himno regional, marcaba el pulso de la ciudad.

Desde allí cruzaría por un parque del que cada rincón, cada fuente o cada estatua le traería el recuerdo de los juegos y meriendas de su infancia, incluido el regusto a barquillos, o de aquellas fotografías con la cámara minutera manejada con destreza por la popular y entrañable fotógrafa, que luego llenaban los álbumes de familiares.

Al concluir su trayecto por el parque se encontraría con una ancha y bien asfaltada avenida que en otros tiempos marcaba el límite del centro de la ciudad, constituyendo un terreno libre de edificios y con calles polvorientas que en los días de lluvia se embarraban totalmente. Mas en fiestas allí se instalaban las norias y los tenderetes de chucherías, churros y algodón dulce, sonidos y sabores que ahora emergían en sus recuerdos.

Esta calle se abría a una amplia plaza, ahora territorio de alegres juegos de niños y de reposo de mayores. En uno de sus laterales la cafetería de la tertulia, de las que su padre tanto y tan ilusionadamente le había hablado. Al traspasar el umbral notó que su corazón se aceleraba, y que una dulce nostalgia se apoderaba de él. Se sentó en una de las mesas, y se dedicó a observar. Allí estaba aún el viejo y entrañable dueño, quizás algo más encorvado y lento de los que su padre lo describiera, pero que con sabia parsimonia y gestualidad que recordaba a un experto director de orquesta dialogaba con los clientes al tiempo que marcaba el ritmo a sus dos sonrientes camareras, sus hijas, como sosegándose en la dicha del trabajo familiar conjunto. 

El viajero observó con detalle y cariño la decoración con un intemporal mobiliario, las mesas debidamente separadas como exigían las normas de la maldita pandemia, así como de sus paredes. Y allí, en una de las esquinas preferentes, al lado del amplio ventanal, entre otros muchos recuerdos de momentos entrañables, estaba la fotografía. Diez personas, una de ellas su padre, mirando a la cámara con aspecto de satisfacción, levantaban su copa y sonreían abiertamente.

Por fin sintió que había llegado a su auténtico destino, al tiempo que no pudo evitar pensar cuan presto se va el placer.

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jueves, 20 de mayo de 2021

Agradecida nostalgia

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Maylín ya podía oler la primavera.

Maylí ocupaba un buen puesto en aquella entidad bancaria, pero autolimitaba su promoción laboral ante el hecho de mantener un horario que le permitiese conciliar su trabajo con su libertad personal, y aunque no tenía familia no quería restar tiempo a disfrutar de sus aficiones o sus amistades, en suma a vivir.

Uno de esos pequeños grandes placeres era el que se proporcionaba cuando llegaba el buen tiempo. Entonces, al salir del trabajo gustaba de gozar de un sosegado paseo hasta aquel recoleto parque, y sentarse en un lugar discreto, siempre con un libro entre sus manos. Allí disfrutaba de la caricia de los últimos rayos de sol del día, y de la suave brisa que era como una caricia mantenida en suspensión, al tiempo que se dejaba escuchar en su paso entre las ramas de los árboles, sonido matizado por el vuelo y el piar de algunos pajarillos y por el murmullo lejano de los gritos infantiles en sus juegos.

Todo eso y el olor de la hierba del césped recién segado se transformaba en una múltiple sinestesia que Maylín identificaba con la primavera. Cuando esto sucedía se sentía embargada por un agradecimiento a esa vida que podía disfrutar.

En esos momentos dejaba su vista dirigirse hacia aquellos niños que jugaban, alegres y gritones, y hacia los grupos de madres, que charlaban mientras los vigilaban. Esa agradecida nostalgia le traía el recuerdo de su propia madre, la que le había dado tal vida.

Dejaba el libro a un lado y permitía que todos esos sentimientos la inundase.

Entonces ocurrió. 

El grito resonó como el restallido de un látigo que Maylín sintió incrustarse en su propia piel.

  • ¡Te odio!

La niña, de unos cinco años, rubia, rizosa, vestida con el uniforme de un colegio de las proximidades, pataleaba y gesticulaba frente a la que presumiblemente sería su madre, en medio de una rabieta de chiquilla consentida.

Maylín sintió rebrotar en su memoria aquel recuerdo, el único capaz de hacer que su agradecida nostalgia saltase por los aires hecha añicos.

Ella también se lo había dicho a su madre hace muchos años, allá en su país, cuando le había negado la compra de una serie de chucherías, también a la salida del colegio.

En aquella ocasión su madre la atrajo suavemente hacia si en un abrazo del que aún conservaba el calor, y como si estuviera rezando y no hablando con ella, murmuró: “Hijita, tú aún no podés entender, pero necesitamos la poquita plata que nos alcanza para otras cosas más básicas. Pero yo te prometo, he de conseguir que llegue el día que te puedas comprar lo que se te antoje”.

La retuvo entre sus brazos hasta que su ira se fue consumiendo, y las silenciosas lágrimas que se le escaparon fueron de una mezcla de comprensión, cariño, agradecimiento y seguridad en su madre.

También recordó a su padre. Su ausencia. Eso allá en su país le parecía casi normal, pues les ocurría a la mayoría de los niños, pero fue al llegar a este país cuando se le hizo más extraño, produciéndole una especie de vacío de vergüenza.

Lo más doloroso era cuando, tras varios días de ausencia, volvía licorado, dando voces. Entonces ya sabía que tenía que esconderse en la esquina más oscura de la modesta casa, sin hacer ningún ruido, mientras su madre soportaba los golpes en silencio, hasta que él se volvía a marchar. Entonces su madre corría a abrazarla, y le decía: “No te preocupés, hijita, todo está bien. Lo importante es que tú siempre estudies y puedas labrarte un porvenir”.

También recordaba la noche en la que mientras dormía, su mamá se le acercó a su cama, y muy bajito le susurró: “Vámonos, hijita. No hagas ruido”. Se levantó, sintió como su madre la cogía con una mano, y con la otra una pequeña maleta y sin mirar atrás dejaron la casa para introducirse en la noche. Caminaron un buen rato hasta que divisaron las luces de una pickup en cuya trasera había un grupo numeroso de personas. Recordaba su sorpresa al ver que llegaban al aeropuerto y después cuando subieron a aquel avión que les trajo hasta acá.

También recordaba como al llegar solo conocían a su tía María Luisa, en cuya pequeña casa vivieron compartiendo una habitación. Su madre estaba prácticamente todo el día afuera , trabajando horas y horas, limpiando y planchando en casas ajenas.Al llegar, mientras su cara reflejaba un profundo cansancio, le preguntaba: “¿Qué tal te fue en el colegio?. ¿Hiciste todas la tareas?. Recuerda que lo importante es que tú siempre estudies y puedas labrarte un porvenir”. Ella le contestaba: “Sí, mama. Te quiero”, y le daba un beso con la mayor ternura de que era capaz y que iba aumentando con los años, a medida que iba comprendiendo el significado de su actitud.

Por fin llegó el gran día. Tras muchos años de sacrificios y esfuerzos, recibiría una doble licenciatura en Economía y Derecho. Su madre la acompañaba orgullosa, y al acabar el acto volvió a abrazarla con aquella ternura que solo ella era capaz de transmitirle y le susurró: “El día de hoy justifica toda mi vida”.

Durante el tiempo de su licenciatura Maylín, viendo el ejemplo de su madre, supo compaginar el estudio con el trabajo en algunas tareas más o menos eventuales, lo que le permitiría inscribirse a continuación un renombrado master de investigación e inversiones financieras, al tiempo que ayudar a su madre a compartir los gastos de su espartana existencia y hacerle algunos modestísimos pero muy simbólicos regalos.

Cuando por fin Maylín terminó el master le fue fácil encontrar trabajo en la entidad bancaria en la que aún hoy trabajaba, donde su seriedad y eficacia le permitieron ir ascendiendo hasta el puesto que en la actualidad ocupaba. Al mismo tiempo, su cercanía y humanidad con los clientes la hacían muy estimada por estos y la dirección, con lo que le permitían de buen grado mantener ese horario conciliador de trabajo, algo que no era nada frecuente en el sector. Todo ello hacía que ahora sí la situación de madre e hija fuera desahogada y pudieran disfrutar de su cariño mutuo.

Pero ya sabemos que la vida no suele ser complaciente con los modestos. No había pasado mucho tiempo cuando su madre comenzó a padecer unos extraños dolores abdominales. Maylín la acompaño al médico quien, tras unos rápidos exámenes ecográficos, con toda la suavidad de que fue capaz les transmitió el funesto diagnóstico, cáncer de páncreas.

Maylín sintió que todo se derrumbaba en su interior, y caía en el más profundo agujero negro sin esperanza de poder salir jamás.

Cuando llegaron a casa su madre la abrazó con aquella ternura con que la abrazaba en los momentos trascendentes, con la suavidad y entereza que solo ella era capaz de transmitirle, y mirándola a los ojos le dijo:

  • No te apenes, mi hijita. Yo ya voy siendo mayor, y tarde o temprano ha de llegar el momento del gran paso. No importan unos pocos años más o menos, lo que importa es el fruto que de ellos hayas obtenido. Y mi fruto eres tú. Verte como te veo hoy, con tus estudios y tu trabajo, y siendo tan buena hija como eres justifica plenamente mi vida. Lo único que ahora te pido es que trates de ser feliz, y que me recuerdes sabiendo que cada momento que disfrutes, yo estaré a tu lado haciéndolo también. Además ya sabes que el amable doctor me prometió que el tránsito sería corto y no pasaría dolor, y estoy seguro que cumplirá su promesa.

Y así fue. En los pocos meses que duró su enfermedad, Maylín no se separó un solo instante de su madre, procurando transmitirle todo su cariño y hacerle cada hora lo más agradable posible. El doctor pudo cumplir su promesa y una suave y humana sedación facilitó el tránsito de la madre a su último destino.

Y siguiendo sus enseñazas, cuyo recuerdo no se apartó de ella ni un instante, pasado el primer dolor de la pérdida Maylín aprendió a sentir aquella agradecida nostalgia que fue la gran herencia que recibió.

Al tiempo que pensaba todo esto Maylín sintió que le gustaría acercarse a la enrabiada niña y decirle que le diera un beso a su madre y se pusiera a jugar con ella, disfrutando del gran regalo que la vida le hacía teniéndola cada día cerca de sí.

Estaba segura que su madre sonreía.

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El oráculo

Si en el pueblo nos hubiesen pedido a cada uno que nombrásemos alguien que caracterizase el estoicismo del castellano viejo estoy seguro que la inmensa mayoría, por no decir todo el mundo, señalaríamos a Eugenio.

Era este varón de porte sereno, ojos claros, mirada profunda, larga y limpia. Su tez morena señalaba su vida al aire libre, y sus arrugas una vida intensamente vivida.

Tenía costumbres muy constantes, por lo que según la altura del sol (él no usaba reloj ni teléfono móvil ni ningún otro tipo de artilugio moderno) todos podíamos saber con bastante aproximación donde encontrarlo. Al comienzo de la mañana, cuando aún se disfrutaba la brisa del nuevo día y el sol no sofocaba, se le podía ver, ataviado con su viejo sombrero, caminando en dirección al pueblo vecino. Como la distancia de ida y vuelta no era suficiente para cubrir la hora diaria establecida para su paseo (desde que había tenido el acierto de abandonar el tabaco, mostraba un paso ágil y sin la más mínima fatiga), se daba el capricho de completarlo volviendo por la estación de tren, y recorriendo tres veces (ni una más ni una menos) su andén.

Después, tras un frugal desayuno ya en su casa, realizaba las tareas más elementales de la misma, y preparaba lo que horas después sería su almuerzo. Desde que murió su esposa vivía solo, y únicamente permitía que una vez por semana Herminia acudiese a realizar una limpieza más a fondo, que mantenía el debido decoro de su hogar.

El resto de la mañana se la pasaba leyendo y rellenando una de las innumerables libretas en las que volcaba sus observaciones y pensamientos.

Cuando el sol alcanzaba a salir por encima del campanario de la iglesia y apoderarse de todo el territorio de la plaza, en una de cuyas esquinas tenía su vivienda, Eugenio sabía que era la hora de acudir al bar-tienda de Ramón, a encontrarse con sus viejos amigos, y en torno a un vaso de vino y alguna tapa de embutido de la tierra, con tono siempre apacible y sosegado comentar la actualidad, sus recuerdos u ocurrencias. También era en casa de Ramón donde se proveía de todo lo necesaria para su subsistencia.

Pasados esos agradables momentos, regreso a casa, almuerzo, breve siesta y vuelta la lectura y escritura, hasta que cuando el sol comenzaba su retirada, repetía idéntico paseo y posteriormente la misma visita a casa de Ramón. La única variación consistía en que en estas ocasiones la conversación giraba en torno a una emocionante partida de dominó, en la que los perdedores, en buena y pacífica lid, abonaban el coste del vino y los embutidos.

A partir de ahí comenzaban para Eugenio los momentos más difíciles del día. Al llegar a su casa ya de anochecida y encontrarla vacía, se le caía encima. Trataba de conciliar el sueño pero siempre aparecían los fantasmas del pasado y los recuerdos de su mujer le generaban una nostalgia que le mordía el alma. Nadie en el pueblo podía recordar un solo día en que no se les viese juntos. 

No se sabía si Eugenio tenía más familia. Ningún forastero había acudido a su entierro. Al poco tiempo de este acontecimiento había viajado a la capital, pero regresaría a los muy pocos días. Nunca más abandonaría el pueblo, y ni mencionaría semejantes temas.

El pueblo se lo respetaba. Era muy querido. Persona afable, de carácter sereno, y conciliador, e incluso alegre, desinteresado, de honradez acrisolada, gran conocedor de la naturaleza y del alma humana, era la primera persona que ayudaba a todo el mundo y a quien todos recurrían antes de tomar decisiones.

-Eugenio, ¿crees que mis cereales ya están aptos para la recolección? – le preguntaba uno.

-Eugenio, ¿podré comenzar a vendimiar? – inquiría otro.

Y él, con ponderación y cercanas explicaciones iba aconsejando a todo el mundo, acertando habitualmente, lo que hacía que gozase del respeto general.

-Eres nuestro oráculo – le decían alguna vez durante la partida vespertina.

-Bueno, bueno, dejaros de tonterías y concentraros en el juego, que eso sí que es importante – contestaba con modestia y sin alterar el gesto ni levantar los ojos de las fichas.

Una tarde, en tiempos en que todos andaban revueltos por la proximidad de unas elecciones en la que los candidatos se excedían en sus soflamas, creando un ambiente de preocupante crispación generalizada, uno de sus más cercanos amigos le espetó:

-Eugenio, la cosa está que arde, y todo parece confuso. ¿Cual crees tú que sería el voto que más beneficiase a nuestro pueblo?

-Mira, Andrés, me conoces y sabes que no tengo reparo en hablar de nada, ni de cosechas ni de predicciones del tiempo, e incluso de fútbol, pero de lo único que nunca quiero hablar es de penurias, ni de las físicas ni de las sicológicas, y bástate con mi lema: el juego es lo importante. La vida es juego, donde unas veces se gana y otras se pierde, así que atento, que si no, nos va a tocar pagar.

Y siguió jugando con la misma inalterable parsimonia con la que el día sigue a la noche.


lunes, 10 de mayo de 2021

Parada discrecional: Tordesillas.

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Hoy en día (al menos el hoy anterior al coronavirus) todo tiene que ser rápido. Los objetivos han de conseguirse rápido, mejor de inmediato, y por supuesto gratis y sin esfuerzo.

Si de viajes se trata, el asunto es llegar rápido al destino, si se trata de turismo, ver, si se trata de negocios, gestionar, todo ello rápido y volver.

Nada de esas zarandajas de se hace camino al andar, viajes a Ítaca, disfrutar del paisaje o demás. Rápido, rápido, rápido.

Ayer, cuando las enfermedades tenía convalecencia (tendrá el virus que recordárnoslo?), se viajaba en coches de línea que transitaban por caminos locales, entrando en todos los pueblos del trayecto, y había en estos unos puntos, las paradas discrecionales, donde los autobuses se detenían si así lo indicaban los pasajeros, y se esperaba por otros viajeros, constituyendo todos ellos una amistosa comunidad.

Pues propongo para el mañana retornar a esas paradas discrecionales. Nada nos cuesta, sea el que sea el objeto del viaje, programar un retorno más sosegado, parando a disfrutar de las bellezas que nos brinde alguna estación intermedia, gastronomía incluida.

Yo lo hice hoy en Tordesillas, localidad castellana que ostenta el título de “Muy ilustre, antigua, coronada, leal y nobilísima villa”. 

Muchos momentos transcendentes para nuestra historia tuvieron lugar en ella, lo que le haría merecedora de una visita más prolongada, pero mi modesto objetivo me sirvió para recordar su famoso Tratado, recordar la trágica estancia de Juana I de Castilla, y su participación en el Levantamiento de los Comuneros , y sobre todo, disfrutar de la contemplación de la belleza que encierra el Real Monasterio de Santa Clara, uno de los mejores ejemplares mudares de Castilla y León, con sus aportaciones posteriores.

Mucho más tiempo que tuviera me permitiría contemplar otras numerosas maravillas que encierra la villa, y tener más motivos para la reflexión, pero como alto en el camino que sosiega fue suficiente. Creo que será algo que practicaré en el poco futuro que me pueda quedar, y trataré de convertirlo en costumbre. 

Os lo recomiendo.

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jueves, 6 de mayo de 2021

Ciudades

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El viajero estaba cada vez más aturdido. Quería marcharse de ese sitio, ¡tenía! que marcharse de ese sitio. No podía soportar la ciudad, su casa, sus gentes. Todo se le caía encima como una pesadísima losa que lo hundía, que le impedía respirar. Ese silencio plomizo era insoportable. La fina lluvia le calaba todo su ser oxidándole el alma.

Y ahí estaba, con la maleta ya preparada a la puerta del recibidor, ante la pantalla en blanco del ordenador, incapaz de decidir cual quería que fuese su destino. Ese era el motivo de su zozobra, de su creciente aturdimiento. Necesitaba encontrar un sitio donde las gentes no lo conocieran, donde pudiera sentirse libre, al tiempo que disfrutar del lugar y sus contenidos.

Repasando una de sus múltiples agendas de viaje encontró algo que había escrito tiempo atrás, de clara reminiscencia casablanquianaHay ciudades que uno lleva en la cabeza, y otras que uno lleva en el corazónAl final siempre nos quedará C.

Efectivamente, la primera intención había sido volver a C. Allí podía disfrutar de bellos museos tanto clásicos como contemporáneos, con brillantes artistas poco conocidos en estas latitudes, de palacios con historia, de modernos edificios, de amplios parques, del mar, de paseos por su zona antigua, por el puerto con sus pintorescos edificios.

Definitivamente C. era una ciudad que le gustaba, que lo había hecho feliz y donde había disfrutado mucho. Siempre la tenía como referencia. Pero precisamente en eso radicaba la dificultad. Su sabio amigo Antonio le había recordado un viejo adagio: nunca vuelvas a los lugares en donde has sido feliz.

En C. había vivido un intenso amor. Quizás el amor más importante de su vida. Recordaba los paseos con su amada que le enseñaba los lugares más característicos de la ciudad, al tiempo que le contaba su historia, y juntos trataban de descubrir las relaciones con personajes que allí habían vivido, mientras hacían planes para el futuro. Se sentía feliz, ¡muy feliz!, todo en C. le parecía luminoso, cálido, sorprendente y acogedor.

Más un buen (quizás sería mejor decir aciago) día, sin saber por qué, sin ninguna explicación, su amada desapareció de su vida. Los recuerdos de sus paseos, de su sempiterna sonrisa, del sorprendente fluir de su espontánea ternura y su complicidad, recuerdos con los que luchaba en desigual batalla como cuando se lucha con fantasmas, esos recuerdos fueron sustituidos por una profunda decepción que le producía un intenso dolor que le mordía el alma, y de los que solo conseguía aliviarse con elaborados trabajos cognitivos, con procesos de raciocinio por los que intentaba comprender que a pesar de todo la vida le regalaba cada día otras muchas dichas, y que su obligación era aceptarlas y vivirlas.

Pero estaba seguro que en C. no podría ya volver a disfrutar. No se dejaría gozar por la ciudad, estaría deseando y temiendo al mismo tiempo verla aparecer al doblar cualquier esquina. No, no podía ni debía volver a C., tenía razón su sabio amigo.

Entonces su zozobra volvía al punto de partida: a donde ir?. Y era en este punto donde se encontraba prisionero de su proverbial indecisión. 

Tuvo una idea. Iría al aeropuerto y sacaría un billete para el primer avión en el que pudiera aún embarcar, sin importarle su destino. Al fin y al cabo en todas partes hay muchas cosas interesantes por conocer. ¿No era él el que presumía de su enciclopédica ignorancia, haciendo de esa boutade un seguro de entretenimiento para el resto de sus días?

Dicho y hecho. Bajó todas las persianas de su piso, desconectó las corriente eléctrica, cogió su pequeña maleta (ligero de equipaje se sentía más libre), dirigió una última mirada panorámica exenta de la más mínima nostalgia, y se fue camino del aeropuerto.

Una vez allí tardó poco en saber que la idea antes esbozada tampoco le serviría de gran ayuda. Mientras veía los paneles de departures, con sus renglones rápidamente cambiantes y esa especie de tintineo seco de las letras al modificarse, que siempre le recordaban la composición de L. Anderson , no encontraba nada que le resultase atrayente en ellos.

La angustia le invadía nuevamente, un vacío interior le ataba a aquel incómodo asiento metálico, y una oscura fuerza, extraña y desconocida, le impedía dar un solo paso. Tenía que marchar, sí, pero no le apetecía ir a ningún sitio. Ninguno le estimulaba.

Reuniendo fuerzas de flaqueza, arrastrando las piernas, primero una y luego la otra con soberbio esfuerzo cognitivo, que parecían pesar tonelada y unos pies que se pegaban al suelo como poseídos del más atroz parkinsonismo, retornó el camino andado hasta encontrarse nuevamente en su oscura y silenciosa casa. Dejó caer la maleta en el recibidor y se derrumbó en su vieja butaca. Así estuvo inmóvil un tiempo que no sabría cuantificar, con la mente vagando por el vacío.

En esto sonó el característico timbre anunciador de que había recibido un mensaje de whatsapp. Iba a despreciarlo, no estaba él para mensajitos tontoscuando observó que el remitente era su amigo Nacho. Nacho era un tipo serio, que no perdía el tiempo en naderías ni se lo hacía perder a los demás, y además sumamente amable y educado. 

Puso el audio por cortesía hacia su amigo, pero con la misma actitud receptora de quien oye llover, hasta que se percató que era un precioso, intenso, muy erudito y emotivo discurso de Irene Vallejo. Le prestó cada vez mayor atención, así se lo merecía, hasta que oyó aquello de que se hace camino al leer. 

¡Albricias!. Sintió que la alegría saltaba en su interior, todo a su alrededor se volvió luminoso y musical. Se levantó como un resorte, esta vez sin esfuerzo, y fue a tiro fijo a su librería, al anaquel donde reposaba el viejo ejemplar de las poesías de Machado, las que hacía tanto tiempo que no leía por miedo a que también le mordiesen el alma.

Pero en esta ocasión iban a ser la guía que le conducirían por su más importante viaje. El viaje al interior de si mismo, Ítaca segura donde comenzaba el proceso de su añorada reconstrucción. Estaba seguro que así sí conseguiría exorcizar a todos sus fantasmas.

¡Tan lejos y tan cerca!

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