jueves, 20 de mayo de 2021

El oráculo

Si en el pueblo nos hubiesen pedido a cada uno que nombrásemos alguien que caracterizase el estoicismo del castellano viejo estoy seguro que la inmensa mayoría, por no decir todo el mundo, señalaríamos a Eugenio.

Era este varón de porte sereno, ojos claros, mirada profunda, larga y limpia. Su tez morena señalaba su vida al aire libre, y sus arrugas una vida intensamente vivida.

Tenía costumbres muy constantes, por lo que según la altura del sol (él no usaba reloj ni teléfono móvil ni ningún otro tipo de artilugio moderno) todos podíamos saber con bastante aproximación donde encontrarlo. Al comienzo de la mañana, cuando aún se disfrutaba la brisa del nuevo día y el sol no sofocaba, se le podía ver, ataviado con su viejo sombrero, caminando en dirección al pueblo vecino. Como la distancia de ida y vuelta no era suficiente para cubrir la hora diaria establecida para su paseo (desde que había tenido el acierto de abandonar el tabaco, mostraba un paso ágil y sin la más mínima fatiga), se daba el capricho de completarlo volviendo por la estación de tren, y recorriendo tres veces (ni una más ni una menos) su andén.

Después, tras un frugal desayuno ya en su casa, realizaba las tareas más elementales de la misma, y preparaba lo que horas después sería su almuerzo. Desde que murió su esposa vivía solo, y únicamente permitía que una vez por semana Herminia acudiese a realizar una limpieza más a fondo, que mantenía el debido decoro de su hogar.

El resto de la mañana se la pasaba leyendo y rellenando una de las innumerables libretas en las que volcaba sus observaciones y pensamientos.

Cuando el sol alcanzaba a salir por encima del campanario de la iglesia y apoderarse de todo el territorio de la plaza, en una de cuyas esquinas tenía su vivienda, Eugenio sabía que era la hora de acudir al bar-tienda de Ramón, a encontrarse con sus viejos amigos, y en torno a un vaso de vino y alguna tapa de embutido de la tierra, con tono siempre apacible y sosegado comentar la actualidad, sus recuerdos u ocurrencias. También era en casa de Ramón donde se proveía de todo lo necesaria para su subsistencia.

Pasados esos agradables momentos, regreso a casa, almuerzo, breve siesta y vuelta la lectura y escritura, hasta que cuando el sol comenzaba su retirada, repetía idéntico paseo y posteriormente la misma visita a casa de Ramón. La única variación consistía en que en estas ocasiones la conversación giraba en torno a una emocionante partida de dominó, en la que los perdedores, en buena y pacífica lid, abonaban el coste del vino y los embutidos.

A partir de ahí comenzaban para Eugenio los momentos más difíciles del día. Al llegar a su casa ya de anochecida y encontrarla vacía, se le caía encima. Trataba de conciliar el sueño pero siempre aparecían los fantasmas del pasado y los recuerdos de su mujer le generaban una nostalgia que le mordía el alma. Nadie en el pueblo podía recordar un solo día en que no se les viese juntos. 

No se sabía si Eugenio tenía más familia. Ningún forastero había acudido a su entierro. Al poco tiempo de este acontecimiento había viajado a la capital, pero regresaría a los muy pocos días. Nunca más abandonaría el pueblo, y ni mencionaría semejantes temas.

El pueblo se lo respetaba. Era muy querido. Persona afable, de carácter sereno, y conciliador, e incluso alegre, desinteresado, de honradez acrisolada, gran conocedor de la naturaleza y del alma humana, era la primera persona que ayudaba a todo el mundo y a quien todos recurrían antes de tomar decisiones.

-Eugenio, ¿crees que mis cereales ya están aptos para la recolección? – le preguntaba uno.

-Eugenio, ¿podré comenzar a vendimiar? – inquiría otro.

Y él, con ponderación y cercanas explicaciones iba aconsejando a todo el mundo, acertando habitualmente, lo que hacía que gozase del respeto general.

-Eres nuestro oráculo – le decían alguna vez durante la partida vespertina.

-Bueno, bueno, dejaros de tonterías y concentraros en el juego, que eso sí que es importante – contestaba con modestia y sin alterar el gesto ni levantar los ojos de las fichas.

Una tarde, en tiempos en que todos andaban revueltos por la proximidad de unas elecciones en la que los candidatos se excedían en sus soflamas, creando un ambiente de preocupante crispación generalizada, uno de sus más cercanos amigos le espetó:

-Eugenio, la cosa está que arde, y todo parece confuso. ¿Cual crees tú que sería el voto que más beneficiase a nuestro pueblo?

-Mira, Andrés, me conoces y sabes que no tengo reparo en hablar de nada, ni de cosechas ni de predicciones del tiempo, e incluso de fútbol, pero de lo único que nunca quiero hablar es de penurias, ni de las físicas ni de las sicológicas, y bástate con mi lema: el juego es lo importante. La vida es juego, donde unas veces se gana y otras se pierde, así que atento, que si no, nos va a tocar pagar.

Y siguió jugando con la misma inalterable parsimonia con la que el día sigue a la noche.


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