viernes, 26 de abril de 2024

Querido amigo Invierno.

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He experimentado una muy alegre sorpresa al recibir tu carta. Y lo fue por partida doble.

Me explico: En primer lugar, el no tener ninguna noticia tuya en esta época de la información, las redes sociales, la mensajería instantánea o el correo electrónico me hizo temer lo peor.

Que hubieras desaparecido para siempre, o fueses victima de algún suceso grave o te hubieses olvidado de nuestra antigua y sincera amistad. Cualquiera de las tres posibilidades me producía un profundo malestar.

Sin desdeñar la magnitud de las otras dos razones, la primera de ella, es decir tu desaparición traería incalculables y funestas consecuencias no solo para mi ánimo sino también para toda la humanidad.

Sí, no te creas que lo digo por emplear eso tan de moda hoy, la hipérbole. Lo digo porque incluso ahora en que tu desaparición fue más fugaz, ya causó algo a lo que siempre los humanos le tenemos miedo: la sequía.

Los que tenemos una determinada cantidad de años, y tú tienes muchos más que yo, recordamos cuando en este nuestro país todos los males eran atribuidos a la conjura judeo-masónica y a la pertinaz sequía. Afortunadamente aquellos tiempos ya pasaron, al menos eso espero.

Pero la palabra sequía sigue trayendo inevitablemente remembranzas negativas en otros muchos casos. No hay cosa que más tema un delantero futbolístico que la sequía goleadora, o un artista que la sequía de la inspiración. Y no digamos nada de la tragedia que implica que sintamos sequía en el alma.

Afortunadamente tú estás nuevamente aquí y, aunque ello signifique algún catarro inoportuno, una sonrisa vuelve a iluminar nuestras caras pensando que al final, de un modo u otro, acaban por cumplirse los ciclos de la vida.

El segundo motivo agradable de la sorpresa es que tus noticias me las hayas enviado por carta, por lo que siempre se llamó correo ordinario, con su sello postal, su matasellos y todos los predicamentos debidos.

Una vez más este hecho me rememoran entrañables escenas familiares.

Recuerdo a mi madre, cuando se aproximaban las fechas navideñas, organizando todo un extenso protocolo. Primero sacaba de su escritorio una libreta donde estaban apuntados los nombres de las personas con las que debía cumplir cortesía. Después iba al estanco de siempre y compraba ese mismo número de tarjetas navideñas con sus correspondientes sobres. “Crismas” los llamó ella siempre. Bueno, al citado número siempre le añadía tres más por si alguno se le estropeaba. Por supuesto también compraba los oportunos sellos postales, de diferentes valores según el envío fuese para nuestra ciudad, para el resto de España o para algún país extranjero.

Tras calcular la tardanza del envío para que las tarjetas pudieran llegar a su destino entre los días veinte y veintiuno de diciembre, la tarde del domingo anterior se encerraba en aquella habitacioncita que ella denominaba mi despacho, con la seria advertencia de que nadie la molestara salvo causa de fuerza mayor.

Al cabo de tres horas nos llamaba a mi hermana y a mí para que firmásemos en los destinados a la familia o amigos comunes, instándonos a que añadiéramos algunas palabras de cariño.

Acabado este proceso, los sobres debidamente cerrados eran depositados por ella misma en el correspondiente buzón de la oficina central del servicio de correos.

Mucho te agradezco, amigo Invierno, que me hayas hecho rememorar este entrañable recuerdo.

Ahora bien, una sombra de inquietud me surgió durante unos minutos cuando al final de tu alegre misiva me dices que tienes algo que comunicarme que yo tal vez no sepa y que para ello lo mejor es que nos encontremos personalmente.

Pasado el primer impacto pronto deseché cualquier asunto desagradable por que recordé la cantidad de veces en las que yo te relaté que lo principal que mi profesión me enseño sobre el sufrimiento humano es que el factor fundamental de este es la incertidumbre, y también recordé que tú siempre asentías y manifestabas estar de acuerdo conmigo. Por ello, el ser conocedor de tu amistad y benevolencia me asegura que tú no deseas que yo pase por tal trance, y por tanto la noticia que me vas a dar a de ser cosa buena y sobre todo que servirá para hacer crecer aún más si cabe la mutua amistad que nos profesamos.

Sí, es verdad que ahora tus llegadas, tus idas y venidas, son más erráticas que antaño, cambio climático creo que lo llaman, pero no importa. Esperaré a que tengas a bien volver y cuando eso suceda disfrutaremos como siempre de los regalos del destino.

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martes, 9 de enero de 2024

Esperanza

Esperanza era mujer muy bella. Además, la más que desahogada posición económica de su familia le había permitido desarrollar sus altas capacidades intelectuales, llegando a adquirir una sólida formación en varias de las bellas artes.

Así, podía tocar con gran desenvoltura tanto el piano como el violonchelo. Por otra parte, de forma anónima, con seudónimo, se permitía publicar con cierta frecuencia algunos relatos breves y columnas de opinión en la prensa local u online. Nada de lo humano le era ajeno, defendiendo siempre a los más desfavorecidos y las causas de los derechos humanos o del feminismo. También en esto había alcanzado un cierto grado de atención y seguimiento a tenor del número de comentarios que suscitaba.

Aficionada a los viajes (dominaba tres idiomas además del propio castellano) y a la pintura, había visitado los más importantes museos, y desde hacía un tiempo se permitía introducirse en el mundo de la creación plástica, ámbito en el que sentía su mayor admiración por el informalismo y expresionismo abstracto, estilos que trataba de imitar, aunque en los últimos tiempos le gustaba retornar a una cierta figuración, eso sí siempre desde una perspectiva cargada de surrealismo crítico.

Por todo ello, en su su fuero íntimo aspiraba a la genialidad, lo que no hacía por satisfacer su ego, cosa que sinceramente no le importaba mucho, si no porque pensaba que así podría cooperar a elevar el nivel cultural de la humanidad, siendo su forma de contribuir a crear un mundo mejor, con un mayor entendimiento entre sus habitantes.

Mas, desde hacía un tiempo la invadía una extraña y profunda melancolía, totalmente ajena a su carácter anterior. A cualquier punto de su entorno que mirase solo encontraba tragedias y desgracias, guerras, injusticias, en las que los peor parados eran los más inocentes e indefensos. La visión de los cadáveres de los niños en los naufragios de las pateras o heridos y famélicos por las guerras le partían el alma.

Se sentía confusa, perdida, desorientada. Intentaba razonar y agradecer a la vida los muchos privilegios que le concedía, pero no le servía de nada. Sus actividades no conseguían tener la más mínima influencia, sus escritos cada vez eran más pesimistas y escasos. ¿Para qué opinar nada, si todo era egoísmo e irracionalidad?

Ella que tanto había disfrutado interpretando las Sonatas de Beethoven o las Canciones sin palabras de Mendelssohn, ahora la única música que tenía en la cabeza era el Cuarteto para el final de los tiemposSu pintura iba perdiendo color y su temática, cada vez más hiperrealista, solo reflejaba ruina y destrucción.

Bien es verdad que nunca había tenido una personalidad chispeante, pero ahora la vida la sentía muy cuesta arriba. Despertar por las mañanas y tener que enfrentarse al nuevo día en el que todo se le presentaba negro era como tener que desprenderse de una pesada losa que la aprisionara. El resto del tiempo hasta le costaba trabajo andar, parecía que tuviese que arrastrar una inmensa bola de acero encadenada a sus piernas.

Solo una inquebrantable disciplina en la que había sido educada hacía que se impusiera la obligación de continuar con su pintura. Además, encerrarse en el estudio le permitía estar aislada durante muchas horas, protegida en su burbuja. Recordaba cuando Amalia Avia le había contado que para ella de puertas adentro de su estudio, delante del caballete, en ese enfrentamiento directo en soledad, todo queda muy lejos y solo persiste la lucha con el cuadro, desde el que trata de averiguar que pasa en su interior y en el mundo.

Aquel día, como todos desde hacía bastantes meses, tampoco le apetecía ver a nadie, pero había transigido con la visita de su amiga Mari Fe. Al fin y al cabo era su amiga del alma, la única que conocía casi todas sus intimidades, y a la que también escuchaba sus confidencias, así que con ella no tendría que fingir su estado de ánimo.

Además Mari Fe también tenía que hacer frente a su tragedia personal. Su queridísimo y único hijo, Juanín, padecía un autismo severo. Como todos los niños de esas características, Juanín no podía controlar sus emociones que en muchas ocasiones expresaba en forma de arrebatos de cólera e incluso intentos de agresión, siempre de forma inesperada, lo que hacía que la comunicación con él fuera extremadamente difícil. A Esperanza la ponían muy nerviosa sus accesos de ecolalia, pues sabía que habitualmente tras ellos se desencadenaba la tormenta emocional.

Sin embargo Mari Fe abordaba estos episodios con una paciencia y una ternura infinitas, lo que la hacía admirable y digna de apoyo a los ojos de Esperanza, por lo que aceptaba de buen grado sus visitas. Además, por alguna extraña razón su pintura obraba en Juanín un efecto tranquilizador.

Nada más llegar al taller el niño paseaba lentamente y en sorprendente silencio frente a los cuadros expuestos, pasaba de uno a otro deteniéndose ante cada uno de ellos con gran atención durante un buen tiempo. Este proceso parecía ser un bálsamo para él y un tiempo de relajación y descanso para su madre.

Pero aquel día fue distinto. Nada más llegar Juanín se dirigió directamente a un cuadro en concreto que estaba medio oculto en una de las esquinas del taller. Allí estuvo durante todo el tiempo, absorto, con la mirada fija, sin ningún movimiento corporal y sin alternar con la contemplación de ningún otro.

Ese cuadro, de pequeño formato, mostraba una especie de diagonal curva, con una ancha base próxima al ángulo inferior izquierdo del cuadro que se iba adelgazando a medida que se aproximaba al ángulo superior derecho, acabando en una especie de vértice, todo ello en un fuerte amarillo limón, realizada con acrílico e impregnaciones de tierra, sobre arpillera, lo que, a parte de lo brillante del color base, le daba una gran carga matérica al tiempo que idea de sencillez y referencias al arte povera.

El cuadro no estaba en una esquina porque estuviera abandonado ni tampoco acabado. De hecho era uno de los que en su proceso más resistencia le había opuesto. Esperanza llevaba meses buscando el abstracto absoluto y ese estaba siendo el resultado no definitivo de sus reflexiones.

Y ahí estaba Juanín, quieto, callado absorto frente al cuadro, hasta que en un momento dado, sin que hubiera sucedido ningún cambio en el entorno, comenzó a exclamar:

– Gusta, gusta, gusta, gusta…- de forma monocorde y sin ninguna otra alteración en su rostro ni en su cuerpo.

Esperanza se asustó ante la posibilidad de que se fuera a desencadenar su temida ecolalia. Pero no fue así, Juanin continuó con su soniquete sin la más mínima agitación.

Entonces se acercó al niño y le preguntó:

– ¿De verdad te gusta? ¿lo quieres? ¿quieres que te lo regale?

Pero Juanín no le contestó directamente y sin cambiar de tono ni expresión continuó con su retahíla de «gusta, gusta, gusta…».

Entonces Esperanza descolgó el pequeño cuadro y se lo entregó a Juanín como quien realiza la más valiosa de las ofrendas.

Juanín abrazó el cuadro intensamente y en su rostro se dibujó una indescriptible sonrisa. Después, acercándose a Esperanza le dio un cálido beso en su mejilla.

En ese instante Esperanza tuvo una visión de música y color en su interior, una luz que le hizo comprender las respuestas a todas las preguntas que últimamente le atormentaban y tener la evidencia de que nuevamente recuperaría el sentido de su obra.

LUCIO

P.D.: Las obras que ilustran estas torpes líneas son:

– En la Academia Julian (1881), de Marie Bashkitseff, en la actualidad en el Museo de Bellas Artes de Dnipró (Ucrania).

– Un cuadro de Lucio Muñoz, del que desconozco título, año o paradero actual.