jueves, 29 de abril de 2021

TODO UN ACONTECIMIENTO: UN NUEVO INQUILINO

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Maria Antonia andaba muy ajetreada, pero no por ello estaba cansada ni mucho menos triste.

Además de ser de natural alegre y optimista el acontecimiento que estaba esperando era muy positivo. Estaba preparándose para él desde hacía bastante tiempo.

Aunque sabía que le alteraría sus tiempos y a su edad tendría que reorganizar toda su vida, era algo muy deseado. 

Así que se sentó y una vez más se puso a reflexionar sobre todo ello. Evidentemente aquella habitación había que ordenarla y pintarla. Debería hacerse con un color claro, al tiempo luminoso y sereno. Aquel espacio tenía que ser un lugar acogedor donde disfrutar aún más del nuevo inquilino.

Pero, bueno, aún quedaba algún tiempo, por ello lo que de momento tenía que hacer era descansar y disfrutar anticipadamente pensando en lo que había de venir.

Y por fin llegó el día. También llegó sin ninguna dificultad el ansiado nuevo inquilino. Brillante, rotundo, sonoro. Cuando con emoción largo tiempo contenida posó sus manos sobre él y este emitió los primeros sonidos, la gran alegría de la meta conseguida la inundó totalmente.

¡Cuantas ganas había tenido de poseer aquel piano!

Versión 2

miércoles, 21 de abril de 2021

Ponche raquitismus

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Don Alfonso era un caballero circunspecto. Educado, muy correcto en su aspecto exterior, siempre de traje oscuro y corbata, exquisito en el trato, incluso empático, preocupado por sus pacientes, por los que se desvivía. A pesar de lo cual era proverbial en la región que nadie le había visto jamás esbozar una sonrisa. Quienes conocían su pasado comprendían que la vida le había dado muchos y duros golpes, arrebatándole de modo inesperado e injusto varios seres muy queridos, por lo que era comprensible su continuo deje de tristeza.

Eran tiempos duros para todos. La pobreza y el hambre cabalgaban sin freno en todo el territorio, y la injusticia hacía que se cebaran en los más desfavorecidos, mientras que, como siempre, los poderosos podían escapar amparándose en múltiples triquiñuelas disfrazadas de legalidad.

Por ejemplo, mientras que el servicio militar, obligatorio por entonces, hacía que los mozos se pasasen prácticamente dos años lejos de sus hogares y trabajos, con el consiguiente descalabro económico, o incluso el peligro de perder la vida en alguno de los conflictos armados de la época, los poderosos podían pagar la llamada “redención” o cuota por la que sus hijos quedaban exentos de tal obligación.

Vivía en Pola Seca una pobre mujer cuyos únicos recursos eran un pequeño y escarpado terrenillo, donde con gran esfuerzo su hijo plantaba unas pocas verduras y patatas. También tenían una vaca y un cerdo que les proporcionaban algo de leche y carne, y que por supuesto también debía cuidar su hijo, pues a ella su quebradizo corazón no le permitía el más pequeño esfuerzo.

Llegó el periodo de reclutamiento y su hijo fue llamado a filas. Mina, así se llamaba la mujer, vio el suelo hundirse bajo sus pies. ¿Qué iba a ser de ella?. ¿Como iba a poder subsistir sin la ayuda de su hijo?. ¿Y si lo perdía para siempre?. En todo caso ella sola dos años no resistiría.

¿En quien confiar?, ¿a quien acudir a pedir ayuda?. Ella era pobre e insignificante, y por supuesto ni vendiendo sus escasos bienes tendría dinero para hacer frente a la “redención”. Además nadie daría un paso por ella. Mon, como se llamaba el chico, tampoco podría librarse de la mili por ser hijo de viuda. Su padre se había marchado un buen día a buscar fortuna en la Argentina, al menos eso dijo al irse, y nunca más volvieron a saber de él. Pero como oficialmente no estaba dado por muerto, ella tampoco era oficialmente viuda.

Hasta que de pronto su mente se iluminó: ¡D. Alfonso!. Él era bondadoso, no era la primera vez que en alguna visita con motivo de enfermedad de ella o de su hijo, de forma discreta e imperceptible le había dejado un billete de 5 pesetas debajo de la almohada. Sí, lo tenía claro, D. Alfonso la escucharía, la comprendería y sabría que hacer. Si certificaba que Mon, su hijo, tenía alguna enfermedad de esas por las que no se puede hacer la mili, él quedaría exento, y sería la salvación para ambos.

Cuando se acercó al consultorio, ya el último paciente del día se había marchado, así que temblorosa, aunque confiada, llamó discretamente a la puerta.

– Hombre, Mina, que agradable sorpresa. Pasa, pasa, ¿que se te ofrece?. ¿Estás enferma?. ¿Es Mon?. ¿En que te puedo ayudar?.

– Ay, D. Alfonso!. Qué desgracia más grande. Sí, ye Mon. Llamáronlu pa dir a la mili. Y que voy facer yo si él se me va!. Yo nun pueo trabayar la huerta, ni los dos animales, usté mejor que naide lo sabe. De que voy vivir!. Esto ye el acabose. Tien que facer algo, por Dios. Nun tengo a naide más a quien recurrir!.

– Bueno, Mina, lo primero cálmate, mujer, no será el fin. En todo caso, ¿que puedo hacer yo?. Yo soy médico, no soy militar ni tengo nada que ver con esos procedimientos.

– Ya, D. Alfonso, ya, pero pue facer un papel diciendo que tien una de eses enfermedaes por las que nun se pué ir a la mili.

– Pero, Mina, que yo sepa Mon está sano…

– Por Dios, D. Alfonso, por Dios i-lo pido. Solo me queda usté.

– Bueno, Mina, bueno. Dile a Mon que mañana se pase por aquí, lo exploraré a fondo y el más mínimo detalle que le encuentre trataré de aprovecharlo, pero no sé yo…

– Gracias, D. Alfonso. Dios i-lo pague. Usté siempre ye buenu conmigo.

Al día siguiente, a primera hora Mina y Mon estaban en el consultorio. Mina, con el corazón desbocado no podía contener el nerviosismo. Ramón era un joven fornido, con buen color de tez por el trabajo al aire libre, y una musculatura desarrollada y proporcionada por el esfuerzo de las tareas habituales.

D. Alfonso lo exploró minuciosamente. Su agudeza visual y auditiva eran envidiables. La fuerza y el tono muscular, de un semidiós griego, la auscultación cardiaca y la capacidad pulmonar, de un atleta. La columna, fuerte, recta, dispuesta para soportar cargas y marchas. En definitiva, aparentaba una salud de hierro.

D. Alfonso se sentó nuevamente en el escritorio de su despacho. Respiró reconcentradamente y comenzó a escribir. Mina creyó que se iba a desmayar de la ansiedad. Finalmente, mirándola con la mayor benevolencia que pudo, D. Alfonso habló con tono suave y acogedor:

– Bueno, Mina, lo verdaderamente importante es que Mon está sano. Ahora bien, entre tú y yo, ¿que puedo poner en el informe?

– Yo de melecina nun sé, D. Alfonso. Eso ye usté, pero bueno, que sé yo, por dicir algo…ponche raquitismus!.

D. Alfonso tuvo que mantener la compostura de su rostro, pero por dentro le invadió una ola de ternura y misericordia. Pergeñó un informe con esos tecnicismos que los médicos saben expresar para que no se les entienda y justificar un diagnóstico, y al final concluyó que Ramón Fernández y Fernández, mozo de esta localidad, de 21 años de edad, tenía un estado físico que contraindicaba realizase los esfuerzos que conlleva el servicio militar. Quizás el diagnostico no sería muy acertado para los manuales de medicina basada en la evidencia, pero al fin y al cabo, como siempre le recordaba su buen y sabio amigo Antonio, el impacto humano de la medicina va más allá de los meros protocolos.

Hay quien dice que, una vez que se quedó solo en su despacho, por primera vez en mucho tiempo en su cara se dibujó una leve sonrisa, y su corazón se reconfortó con sus ausentes.

jueves, 15 de abril de 2021

Recursos (In)humanos

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Entre todo el personal de la institución, e incluso entre la competencia, era proverbial la cercanía y campechanía de D. Ramón hacia sus empleados.

D. Ramón había ingresado en el banco, como botones o chico de los recados, en aquella misma oficina cuando esta era una pequeña sucursal periférica, y que ahora se había convertido en la sede central de la institución, donde residía su corazón estratégico y el centro de las grandes decisiones financieras.

D. Ramón había ido escalando puestos poco a poco, con entrega total, sin regatear horas ni días al trabajo, y desarrollando además una gran simpatía y afabilidad en el trato con todo el mundo. 

Cuando ya ocupaba cargos de responsabilidad y habían ocurrido momentos de importantes crisis en la sociedad circundante, con gran audacia y visión de futuro había sabido esquivar las dificultades y llevar la institución hasta la cumbre del sector bancario internacional, por lo que eso, y sus muy acertadas inversiones, le habían llevado a ser no solo el director general de la institución, sino de hecho el propietario de la misma.

A pesar de todo ello y de sus 80 años ya cumplidos, D. Ramón era el primero en llegar al edificio. A las 7:30 a.m., cuando aun nadie había llegado, él entraba en su despacho, repasaba su agenda, y planeaba la estrategia de trabajo para el día. Posteriormente gustaba de pasar personalmente por diferentes plantas para interesarse por alguno de los asuntos en marcha, llamando a los empleados por su nombre, interesándose por su trabajo, y en ocasiones con los más antiguos incluso abordando temas personales.

Raro es que se ausentase a la hora del almuerzo, tenía que ser un compromiso laboral muy importante e inexcusable. Gustaba de hacerlo en la cafetería-restaurante del edificio, siempre el menú del día, que por supuesto pagaba religiosamente de su bolsillo, y siempre sentándose en una mesa distinta para, como él decía, poder socializar con toda la plantilla.

Acabada la jornada laboral, y después de confirmar que nadie permanecía innecesariamente en el edificio por aquello de la conciliación, salía a pie hasta su cercano domicilio, el mismo en el que había nacido. En él se tomaba un café rápido, cambiaba la americana y la corbata por otra indumentaria más informal, y bajaba al bar de la esquina donde jugaba una partida al dominó con los mismos compañeros de hacía 50 años.

Pero hoy esta tranquilizadora rutina debía verse alterada por otra circunstancia también muy agradable para D. Ramón. Como cada año, inalterablemente el tercer viernes de mayo, se celebraba la Junta de Accionistas. En ella D. Ramón cumplía con el para él sagrado deber de rendir cuentas de la gestión, y recibir la aprobación y el estímulo por la misma.

Estaba seguro que, como cada año, todo estaría meticulosamente preparado. Para ello Margarita, su mano derecha, su persona de máxima confianza, su jefa de departamento de recursos (in)humanos, llevaba un mes trabajando.

El escenario estaba perfecto, no en vano lo había diseñado el más afamado director de escena ítalo-helvético. Un atril elevado en el centro era iluminado en contrapicado por un tenue haz luminoso con los colores suavizados de la imagen corporativa de la institución, lo que enmarcaría la figura del conferenciante, dejando el resto en penumbra. El resto del escenario, incluido el suelo estaba cubierto de espejos que multiplicaban y engrandecían al ponente único, D. Ramón.

Al llegar los accionistas recibirían un obsequio no demasiado ostentoso como para que pensaran que era un derroche innecesario, pero sí lo suficiente para que se sintieran congraciados.

Por fin llegó el momento. D. Ramón se dirigió al atril entre murmullos de expectante admiración. 

Su discurso fue vibrante. Utilizando enfáticamente el tono y el entusiasmo, y cuando el ritmo lo requería las pausas, fue detallando como en el pasado año habían sabido no solo sortear las enormes dificultades económicas por las que pasó el país, sino que incluso fueron capaces de obtener beneficios. Beneficios que se habían logrado gracias a sus inversores accionistas y por lo que era justo que en ellos revirtieran.

Aquí sonaron las primeras ovaciones, y cuando D. Ramón sintió que el climax estaba conseguido, decidió que era el momento de emplearse a fondo, hacerse notar en su mayor entusiasmo, señalar que sobre todo y por encima de todo el mayor activo de la institución eran sus trabajadores, y que a ese concepto nunca renunciaría, pues era el pilar fundamental sobre el que reposaba la institución, y para ellos era su gratitud.

Nuevamente se repitieron las ovaciones que refrendaban la admiración por la cercanía y campechanía de D. Ramón. Por supuesto, nadie utilizó el turno de ruegos y preguntas, y el informe de la alta dirección y el plan estratégico de futuro fue aprobado por unanimidad.

Acabado el acto, unos con la satisfacción de la tarea cumplida y los otros con la autocomplacencia de pertenecer de alguna manera a tan brillante institución, D. Ramón mandó llamar a Margarita, su mano derecha, su persona de máxima confianza, su jefa de departamento de recursos (in)humanos.

Esta acudió rauda y solícita:

– Excelente, D. Ramón, como no podía ser de otra manera. Vibrante, convincente y detallado, sin abrumar ni cansar.

– Gracias, Margarita. Y gracias por su esfuerzo en el trabajo de la preparación, que sé reconocer. Ahora tengo otra tarea para usted, que seguro sabrá cumplir con su eficacia habitual. 

< Quiero que comience hoy mismo con la preparación de un plan de reestructuración, debemos prescindir de 3.500 puestos de trabajo. Y todos los servicios de suministros debemos externalizarlos a la India, nos salen más baratos. Es cuestión de supervivencia financiera. Es una imposición de las leyes de mercado. Yo bien lo siento, pero también usted sabe que esas leyes no las dicto yo.

< Y por cierto, que no suene a despidos, póngale uno de esos nombres que los políticos usan para todo, algo así como Plan de modernización, personalización y sostenibilidad, o algo parecido. Bueno, usted sabrá, pero lo importante es que entre en vigor este próximo lunes. 

< Y, como siempre, Margarita, gracias por el tiempo que le voy a robar este fin de semana y por todo su trabajo y esfuerzo, que sabe lo sé reconocer.

< Sí, D. Ramón, seguro que estará para el lunes, déjemelo a mí. Y las gracias a usted por su confianza.

D. Ramón cogió su copa de champán y se retiró a un lugar oscuro desde donde podría observar las evoluciones y reacciones de los asistentes, al tiempo que pensaba:

– Ciertamente este champán que encarga la bribona de Margarita es carísimo, pero también es buenísimo. De momento se puede seguir confiando en ella para estos menesteres.

Versión 2

jueves, 8 de abril de 2021

Hablemos de medicina (I): El asterisco

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Laura, nerviosa, tamborileaba sus dedos sobre el brazo del sillón. El médico estaba tardando más de lo previsto. En la pantalla de la televisión sonaba la monocorde sonatina de los avisos, pero ninguno correspondía a sus iniciales. 

No sabía como todas aquellas personas con las que compartía la sala de espera, eso sí guardando la distancia de seguridad que la actual situación imponía, estaban, o al menos eso aparentaban, tan impertérritas, cada una haciendo solo caso a la pantalla de sus teléfonos móviles.

Total que se debatía entre el impulso por huir, aunque fuera hacer como el avestruz o tratar de controlar una pulsaciones que por momentos aumentaban. A saber como tendría la tensión. Estaba convencida de que le iba a pasar algo malo, además de lo que sus análisis, motivo que la había llevado hasta allí, ya presagiaban.

Por fin el monocorde sonido anticipó la aparición en la pantalla de las iniciales LRF. Las suyas. Ahora sí que las pulsaciones se dispararon, y el corazón latía en su pecho con el sonido de un tambor que todo el mundo de la sala seguro que oiría. Las manos le sudaban y las piernas le flaqueaban, a pesar de lo cual reunió fuerzas para levantarse como un resorte y abalanzarse hacia la anunciada consulta 22.

– Por fin, doctor. Creí que me iba a dar algo – exclamó, adoptando en la silla una posición de expectante defensa.

– Pero, bueno, Laura, ¿qué le pasa, por qué esa angustia?.

Ella sabía que aquel doctor era paciente, le explicaría todo de modo que pudiera entenderlo, y no le daría mayor importancia a que el sobre de los análisis lo hubiera abierto, presa de impaciencia. De todos modos, trató de intentar una excusa justificatoria.

– Ay, doctor…bueno, el sobre está así porque ya me lo dieron abierto.

Aquel doctor esbozó una sonrisa comprensiva y conciliadora cuando comentó:

– Laura, ya le dije muchas veces que esos análisis son suyo, que puede hacer con ellos lo que quiera. Qué no tiene por qué excusarse por abrirlos o hacer lo que estime más conveniente. Mi única misión es interpretárselos y explicarle lo que seguro que usted ya ha consultado en internet. ¿Por qué está usted tan nerviosa?. Y lo que es más importante, ¿como se encuentra usted?.

– Gracias, doctor. Sí, estoy muy nerviosa y desde que los vi no vivo, porque están llenos de asteriscos. Tengo que tener algo muy grave. Por Dios, dígame lo que sea – y le tendió los impresos con los resultados.

El doctor los cogió y adoptó en su sillón una actitud que mostrase ser lo más relajada posible. Fue leyendo en voz alta el nombre y cuantía de cada determinación analítica, al tiempo que ponía cara de aquiescencia, y periódicamente repetía ¨bien, bien, bien…¨

Al final miró a Laura y dijo sonriendo:

– Laura, estos análisis están estupendos – y en un tono que se entendiese que era de complicidad, añadió: ya los quisiera yo para mí.

– Entonces, doctor, ¿tantos asteriscos?.

– ¿Tantos asteriscos?. La glucosa normal para este laboratorio es de 118 mg/dl. Usted tiene 121. El colesterol total normal para este laboratorio es de 210, usted tiene 218. La TGO es normal hasta 42, usted tiene 47. Y así, más o menos el resto de parámetros. 

Y devolviéndoselos, siempre con una sonrisa, dijo:

– Laura, para mí estos son unos análisis totalmente normales. Le comenté varias veces que la biología no es una ciencia que se rija por la tabla de multiplicar, que los parámetros biológicos tienen un amplio rango de variabilidad dentro de la normalidad, y sobre todo, sobre todo, la analítica es un dato orientador más, pero no la verdad absoluta. Al paciente o a la persona que acude a la consulta hay que contemplarla en su totalidad, por eso lo primero que le pregunté es como se sentía usted. Aquí, y eso es lo más importante, estamos para tratar a personas no a asteriscos, y usted es mucho más que un asterisco.

<< Así que no se angustie y si no tiene ningún otro síntoma, no hace falta repetir ningún otro análisis hasta el chequeo preventivo del próximo año. Eso sí, siga con sus buenos hábitos de salud. Siga sin fumar, haga una alimentación ligera y equilibrada, y procure hacer ejercicio periódicamente. Y con ello conseguirá que su organismo mantenga su equilibrio, con asteriscos o sin ellos.

Cuando Laura se fue, el médico quedó pensando sobre que falta habría de poner asteriscos, negritas o subrayados en los volantes de los resultados. No encontró respuesta a su pregunta, así que llamó al siguiente paciente para continuar la consulta, no sin antes pensar que algún día habría que reflexionar también sobre los escáneres y las resonancias.