miércoles, 21 de abril de 2021

Ponche raquitismus

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Don Alfonso era un caballero circunspecto. Educado, muy correcto en su aspecto exterior, siempre de traje oscuro y corbata, exquisito en el trato, incluso empático, preocupado por sus pacientes, por los que se desvivía. A pesar de lo cual era proverbial en la región que nadie le había visto jamás esbozar una sonrisa. Quienes conocían su pasado comprendían que la vida le había dado muchos y duros golpes, arrebatándole de modo inesperado e injusto varios seres muy queridos, por lo que era comprensible su continuo deje de tristeza.

Eran tiempos duros para todos. La pobreza y el hambre cabalgaban sin freno en todo el territorio, y la injusticia hacía que se cebaran en los más desfavorecidos, mientras que, como siempre, los poderosos podían escapar amparándose en múltiples triquiñuelas disfrazadas de legalidad.

Por ejemplo, mientras que el servicio militar, obligatorio por entonces, hacía que los mozos se pasasen prácticamente dos años lejos de sus hogares y trabajos, con el consiguiente descalabro económico, o incluso el peligro de perder la vida en alguno de los conflictos armados de la época, los poderosos podían pagar la llamada “redención” o cuota por la que sus hijos quedaban exentos de tal obligación.

Vivía en Pola Seca una pobre mujer cuyos únicos recursos eran un pequeño y escarpado terrenillo, donde con gran esfuerzo su hijo plantaba unas pocas verduras y patatas. También tenían una vaca y un cerdo que les proporcionaban algo de leche y carne, y que por supuesto también debía cuidar su hijo, pues a ella su quebradizo corazón no le permitía el más pequeño esfuerzo.

Llegó el periodo de reclutamiento y su hijo fue llamado a filas. Mina, así se llamaba la mujer, vio el suelo hundirse bajo sus pies. ¿Qué iba a ser de ella?. ¿Como iba a poder subsistir sin la ayuda de su hijo?. ¿Y si lo perdía para siempre?. En todo caso ella sola dos años no resistiría.

¿En quien confiar?, ¿a quien acudir a pedir ayuda?. Ella era pobre e insignificante, y por supuesto ni vendiendo sus escasos bienes tendría dinero para hacer frente a la “redención”. Además nadie daría un paso por ella. Mon, como se llamaba el chico, tampoco podría librarse de la mili por ser hijo de viuda. Su padre se había marchado un buen día a buscar fortuna en la Argentina, al menos eso dijo al irse, y nunca más volvieron a saber de él. Pero como oficialmente no estaba dado por muerto, ella tampoco era oficialmente viuda.

Hasta que de pronto su mente se iluminó: ¡D. Alfonso!. Él era bondadoso, no era la primera vez que en alguna visita con motivo de enfermedad de ella o de su hijo, de forma discreta e imperceptible le había dejado un billete de 5 pesetas debajo de la almohada. Sí, lo tenía claro, D. Alfonso la escucharía, la comprendería y sabría que hacer. Si certificaba que Mon, su hijo, tenía alguna enfermedad de esas por las que no se puede hacer la mili, él quedaría exento, y sería la salvación para ambos.

Cuando se acercó al consultorio, ya el último paciente del día se había marchado, así que temblorosa, aunque confiada, llamó discretamente a la puerta.

– Hombre, Mina, que agradable sorpresa. Pasa, pasa, ¿que se te ofrece?. ¿Estás enferma?. ¿Es Mon?. ¿En que te puedo ayudar?.

– Ay, D. Alfonso!. Qué desgracia más grande. Sí, ye Mon. Llamáronlu pa dir a la mili. Y que voy facer yo si él se me va!. Yo nun pueo trabayar la huerta, ni los dos animales, usté mejor que naide lo sabe. De que voy vivir!. Esto ye el acabose. Tien que facer algo, por Dios. Nun tengo a naide más a quien recurrir!.

– Bueno, Mina, lo primero cálmate, mujer, no será el fin. En todo caso, ¿que puedo hacer yo?. Yo soy médico, no soy militar ni tengo nada que ver con esos procedimientos.

– Ya, D. Alfonso, ya, pero pue facer un papel diciendo que tien una de eses enfermedaes por las que nun se pué ir a la mili.

– Pero, Mina, que yo sepa Mon está sano…

– Por Dios, D. Alfonso, por Dios i-lo pido. Solo me queda usté.

– Bueno, Mina, bueno. Dile a Mon que mañana se pase por aquí, lo exploraré a fondo y el más mínimo detalle que le encuentre trataré de aprovecharlo, pero no sé yo…

– Gracias, D. Alfonso. Dios i-lo pague. Usté siempre ye buenu conmigo.

Al día siguiente, a primera hora Mina y Mon estaban en el consultorio. Mina, con el corazón desbocado no podía contener el nerviosismo. Ramón era un joven fornido, con buen color de tez por el trabajo al aire libre, y una musculatura desarrollada y proporcionada por el esfuerzo de las tareas habituales.

D. Alfonso lo exploró minuciosamente. Su agudeza visual y auditiva eran envidiables. La fuerza y el tono muscular, de un semidiós griego, la auscultación cardiaca y la capacidad pulmonar, de un atleta. La columna, fuerte, recta, dispuesta para soportar cargas y marchas. En definitiva, aparentaba una salud de hierro.

D. Alfonso se sentó nuevamente en el escritorio de su despacho. Respiró reconcentradamente y comenzó a escribir. Mina creyó que se iba a desmayar de la ansiedad. Finalmente, mirándola con la mayor benevolencia que pudo, D. Alfonso habló con tono suave y acogedor:

– Bueno, Mina, lo verdaderamente importante es que Mon está sano. Ahora bien, entre tú y yo, ¿que puedo poner en el informe?

– Yo de melecina nun sé, D. Alfonso. Eso ye usté, pero bueno, que sé yo, por dicir algo…ponche raquitismus!.

D. Alfonso tuvo que mantener la compostura de su rostro, pero por dentro le invadió una ola de ternura y misericordia. Pergeñó un informe con esos tecnicismos que los médicos saben expresar para que no se les entienda y justificar un diagnóstico, y al final concluyó que Ramón Fernández y Fernández, mozo de esta localidad, de 21 años de edad, tenía un estado físico que contraindicaba realizase los esfuerzos que conlleva el servicio militar. Quizás el diagnostico no sería muy acertado para los manuales de medicina basada en la evidencia, pero al fin y al cabo, como siempre le recordaba su buen y sabio amigo Antonio, el impacto humano de la medicina va más allá de los meros protocolos.

Hay quien dice que, una vez que se quedó solo en su despacho, por primera vez en mucho tiempo en su cara se dibujó una leve sonrisa, y su corazón se reconfortó con sus ausentes.

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