jueves, 15 de abril de 2021

Recursos (In)humanos

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Entre todo el personal de la institución, e incluso entre la competencia, era proverbial la cercanía y campechanía de D. Ramón hacia sus empleados.

D. Ramón había ingresado en el banco, como botones o chico de los recados, en aquella misma oficina cuando esta era una pequeña sucursal periférica, y que ahora se había convertido en la sede central de la institución, donde residía su corazón estratégico y el centro de las grandes decisiones financieras.

D. Ramón había ido escalando puestos poco a poco, con entrega total, sin regatear horas ni días al trabajo, y desarrollando además una gran simpatía y afabilidad en el trato con todo el mundo. 

Cuando ya ocupaba cargos de responsabilidad y habían ocurrido momentos de importantes crisis en la sociedad circundante, con gran audacia y visión de futuro había sabido esquivar las dificultades y llevar la institución hasta la cumbre del sector bancario internacional, por lo que eso, y sus muy acertadas inversiones, le habían llevado a ser no solo el director general de la institución, sino de hecho el propietario de la misma.

A pesar de todo ello y de sus 80 años ya cumplidos, D. Ramón era el primero en llegar al edificio. A las 7:30 a.m., cuando aun nadie había llegado, él entraba en su despacho, repasaba su agenda, y planeaba la estrategia de trabajo para el día. Posteriormente gustaba de pasar personalmente por diferentes plantas para interesarse por alguno de los asuntos en marcha, llamando a los empleados por su nombre, interesándose por su trabajo, y en ocasiones con los más antiguos incluso abordando temas personales.

Raro es que se ausentase a la hora del almuerzo, tenía que ser un compromiso laboral muy importante e inexcusable. Gustaba de hacerlo en la cafetería-restaurante del edificio, siempre el menú del día, que por supuesto pagaba religiosamente de su bolsillo, y siempre sentándose en una mesa distinta para, como él decía, poder socializar con toda la plantilla.

Acabada la jornada laboral, y después de confirmar que nadie permanecía innecesariamente en el edificio por aquello de la conciliación, salía a pie hasta su cercano domicilio, el mismo en el que había nacido. En él se tomaba un café rápido, cambiaba la americana y la corbata por otra indumentaria más informal, y bajaba al bar de la esquina donde jugaba una partida al dominó con los mismos compañeros de hacía 50 años.

Pero hoy esta tranquilizadora rutina debía verse alterada por otra circunstancia también muy agradable para D. Ramón. Como cada año, inalterablemente el tercer viernes de mayo, se celebraba la Junta de Accionistas. En ella D. Ramón cumplía con el para él sagrado deber de rendir cuentas de la gestión, y recibir la aprobación y el estímulo por la misma.

Estaba seguro que, como cada año, todo estaría meticulosamente preparado. Para ello Margarita, su mano derecha, su persona de máxima confianza, su jefa de departamento de recursos (in)humanos, llevaba un mes trabajando.

El escenario estaba perfecto, no en vano lo había diseñado el más afamado director de escena ítalo-helvético. Un atril elevado en el centro era iluminado en contrapicado por un tenue haz luminoso con los colores suavizados de la imagen corporativa de la institución, lo que enmarcaría la figura del conferenciante, dejando el resto en penumbra. El resto del escenario, incluido el suelo estaba cubierto de espejos que multiplicaban y engrandecían al ponente único, D. Ramón.

Al llegar los accionistas recibirían un obsequio no demasiado ostentoso como para que pensaran que era un derroche innecesario, pero sí lo suficiente para que se sintieran congraciados.

Por fin llegó el momento. D. Ramón se dirigió al atril entre murmullos de expectante admiración. 

Su discurso fue vibrante. Utilizando enfáticamente el tono y el entusiasmo, y cuando el ritmo lo requería las pausas, fue detallando como en el pasado año habían sabido no solo sortear las enormes dificultades económicas por las que pasó el país, sino que incluso fueron capaces de obtener beneficios. Beneficios que se habían logrado gracias a sus inversores accionistas y por lo que era justo que en ellos revirtieran.

Aquí sonaron las primeras ovaciones, y cuando D. Ramón sintió que el climax estaba conseguido, decidió que era el momento de emplearse a fondo, hacerse notar en su mayor entusiasmo, señalar que sobre todo y por encima de todo el mayor activo de la institución eran sus trabajadores, y que a ese concepto nunca renunciaría, pues era el pilar fundamental sobre el que reposaba la institución, y para ellos era su gratitud.

Nuevamente se repitieron las ovaciones que refrendaban la admiración por la cercanía y campechanía de D. Ramón. Por supuesto, nadie utilizó el turno de ruegos y preguntas, y el informe de la alta dirección y el plan estratégico de futuro fue aprobado por unanimidad.

Acabado el acto, unos con la satisfacción de la tarea cumplida y los otros con la autocomplacencia de pertenecer de alguna manera a tan brillante institución, D. Ramón mandó llamar a Margarita, su mano derecha, su persona de máxima confianza, su jefa de departamento de recursos (in)humanos.

Esta acudió rauda y solícita:

– Excelente, D. Ramón, como no podía ser de otra manera. Vibrante, convincente y detallado, sin abrumar ni cansar.

– Gracias, Margarita. Y gracias por su esfuerzo en el trabajo de la preparación, que sé reconocer. Ahora tengo otra tarea para usted, que seguro sabrá cumplir con su eficacia habitual. 

< Quiero que comience hoy mismo con la preparación de un plan de reestructuración, debemos prescindir de 3.500 puestos de trabajo. Y todos los servicios de suministros debemos externalizarlos a la India, nos salen más baratos. Es cuestión de supervivencia financiera. Es una imposición de las leyes de mercado. Yo bien lo siento, pero también usted sabe que esas leyes no las dicto yo.

< Y por cierto, que no suene a despidos, póngale uno de esos nombres que los políticos usan para todo, algo así como Plan de modernización, personalización y sostenibilidad, o algo parecido. Bueno, usted sabrá, pero lo importante es que entre en vigor este próximo lunes. 

< Y, como siempre, Margarita, gracias por el tiempo que le voy a robar este fin de semana y por todo su trabajo y esfuerzo, que sabe lo sé reconocer.

< Sí, D. Ramón, seguro que estará para el lunes, déjemelo a mí. Y las gracias a usted por su confianza.

D. Ramón cogió su copa de champán y se retiró a un lugar oscuro desde donde podría observar las evoluciones y reacciones de los asistentes, al tiempo que pensaba:

– Ciertamente este champán que encarga la bribona de Margarita es carísimo, pero también es buenísimo. De momento se puede seguir confiando en ella para estos menesteres.

Versión 2

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