jueves, 20 de mayo de 2021

Agradecida nostalgia

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Maylín ya podía oler la primavera.

Maylí ocupaba un buen puesto en aquella entidad bancaria, pero autolimitaba su promoción laboral ante el hecho de mantener un horario que le permitiese conciliar su trabajo con su libertad personal, y aunque no tenía familia no quería restar tiempo a disfrutar de sus aficiones o sus amistades, en suma a vivir.

Uno de esos pequeños grandes placeres era el que se proporcionaba cuando llegaba el buen tiempo. Entonces, al salir del trabajo gustaba de gozar de un sosegado paseo hasta aquel recoleto parque, y sentarse en un lugar discreto, siempre con un libro entre sus manos. Allí disfrutaba de la caricia de los últimos rayos de sol del día, y de la suave brisa que era como una caricia mantenida en suspensión, al tiempo que se dejaba escuchar en su paso entre las ramas de los árboles, sonido matizado por el vuelo y el piar de algunos pajarillos y por el murmullo lejano de los gritos infantiles en sus juegos.

Todo eso y el olor de la hierba del césped recién segado se transformaba en una múltiple sinestesia que Maylín identificaba con la primavera. Cuando esto sucedía se sentía embargada por un agradecimiento a esa vida que podía disfrutar.

En esos momentos dejaba su vista dirigirse hacia aquellos niños que jugaban, alegres y gritones, y hacia los grupos de madres, que charlaban mientras los vigilaban. Esa agradecida nostalgia le traía el recuerdo de su propia madre, la que le había dado tal vida.

Dejaba el libro a un lado y permitía que todos esos sentimientos la inundase.

Entonces ocurrió. 

El grito resonó como el restallido de un látigo que Maylín sintió incrustarse en su propia piel.

  • ¡Te odio!

La niña, de unos cinco años, rubia, rizosa, vestida con el uniforme de un colegio de las proximidades, pataleaba y gesticulaba frente a la que presumiblemente sería su madre, en medio de una rabieta de chiquilla consentida.

Maylín sintió rebrotar en su memoria aquel recuerdo, el único capaz de hacer que su agradecida nostalgia saltase por los aires hecha añicos.

Ella también se lo había dicho a su madre hace muchos años, allá en su país, cuando le había negado la compra de una serie de chucherías, también a la salida del colegio.

En aquella ocasión su madre la atrajo suavemente hacia si en un abrazo del que aún conservaba el calor, y como si estuviera rezando y no hablando con ella, murmuró: “Hijita, tú aún no podés entender, pero necesitamos la poquita plata que nos alcanza para otras cosas más básicas. Pero yo te prometo, he de conseguir que llegue el día que te puedas comprar lo que se te antoje”.

La retuvo entre sus brazos hasta que su ira se fue consumiendo, y las silenciosas lágrimas que se le escaparon fueron de una mezcla de comprensión, cariño, agradecimiento y seguridad en su madre.

También recordó a su padre. Su ausencia. Eso allá en su país le parecía casi normal, pues les ocurría a la mayoría de los niños, pero fue al llegar a este país cuando se le hizo más extraño, produciéndole una especie de vacío de vergüenza.

Lo más doloroso era cuando, tras varios días de ausencia, volvía licorado, dando voces. Entonces ya sabía que tenía que esconderse en la esquina más oscura de la modesta casa, sin hacer ningún ruido, mientras su madre soportaba los golpes en silencio, hasta que él se volvía a marchar. Entonces su madre corría a abrazarla, y le decía: “No te preocupés, hijita, todo está bien. Lo importante es que tú siempre estudies y puedas labrarte un porvenir”.

También recordaba la noche en la que mientras dormía, su mamá se le acercó a su cama, y muy bajito le susurró: “Vámonos, hijita. No hagas ruido”. Se levantó, sintió como su madre la cogía con una mano, y con la otra una pequeña maleta y sin mirar atrás dejaron la casa para introducirse en la noche. Caminaron un buen rato hasta que divisaron las luces de una pickup en cuya trasera había un grupo numeroso de personas. Recordaba su sorpresa al ver que llegaban al aeropuerto y después cuando subieron a aquel avión que les trajo hasta acá.

También recordaba como al llegar solo conocían a su tía María Luisa, en cuya pequeña casa vivieron compartiendo una habitación. Su madre estaba prácticamente todo el día afuera , trabajando horas y horas, limpiando y planchando en casas ajenas.Al llegar, mientras su cara reflejaba un profundo cansancio, le preguntaba: “¿Qué tal te fue en el colegio?. ¿Hiciste todas la tareas?. Recuerda que lo importante es que tú siempre estudies y puedas labrarte un porvenir”. Ella le contestaba: “Sí, mama. Te quiero”, y le daba un beso con la mayor ternura de que era capaz y que iba aumentando con los años, a medida que iba comprendiendo el significado de su actitud.

Por fin llegó el gran día. Tras muchos años de sacrificios y esfuerzos, recibiría una doble licenciatura en Economía y Derecho. Su madre la acompañaba orgullosa, y al acabar el acto volvió a abrazarla con aquella ternura que solo ella era capaz de transmitirle y le susurró: “El día de hoy justifica toda mi vida”.

Durante el tiempo de su licenciatura Maylín, viendo el ejemplo de su madre, supo compaginar el estudio con el trabajo en algunas tareas más o menos eventuales, lo que le permitiría inscribirse a continuación un renombrado master de investigación e inversiones financieras, al tiempo que ayudar a su madre a compartir los gastos de su espartana existencia y hacerle algunos modestísimos pero muy simbólicos regalos.

Cuando por fin Maylín terminó el master le fue fácil encontrar trabajo en la entidad bancaria en la que aún hoy trabajaba, donde su seriedad y eficacia le permitieron ir ascendiendo hasta el puesto que en la actualidad ocupaba. Al mismo tiempo, su cercanía y humanidad con los clientes la hacían muy estimada por estos y la dirección, con lo que le permitían de buen grado mantener ese horario conciliador de trabajo, algo que no era nada frecuente en el sector. Todo ello hacía que ahora sí la situación de madre e hija fuera desahogada y pudieran disfrutar de su cariño mutuo.

Pero ya sabemos que la vida no suele ser complaciente con los modestos. No había pasado mucho tiempo cuando su madre comenzó a padecer unos extraños dolores abdominales. Maylín la acompaño al médico quien, tras unos rápidos exámenes ecográficos, con toda la suavidad de que fue capaz les transmitió el funesto diagnóstico, cáncer de páncreas.

Maylín sintió que todo se derrumbaba en su interior, y caía en el más profundo agujero negro sin esperanza de poder salir jamás.

Cuando llegaron a casa su madre la abrazó con aquella ternura con que la abrazaba en los momentos trascendentes, con la suavidad y entereza que solo ella era capaz de transmitirle, y mirándola a los ojos le dijo:

  • No te apenes, mi hijita. Yo ya voy siendo mayor, y tarde o temprano ha de llegar el momento del gran paso. No importan unos pocos años más o menos, lo que importa es el fruto que de ellos hayas obtenido. Y mi fruto eres tú. Verte como te veo hoy, con tus estudios y tu trabajo, y siendo tan buena hija como eres justifica plenamente mi vida. Lo único que ahora te pido es que trates de ser feliz, y que me recuerdes sabiendo que cada momento que disfrutes, yo estaré a tu lado haciéndolo también. Además ya sabes que el amable doctor me prometió que el tránsito sería corto y no pasaría dolor, y estoy seguro que cumplirá su promesa.

Y así fue. En los pocos meses que duró su enfermedad, Maylín no se separó un solo instante de su madre, procurando transmitirle todo su cariño y hacerle cada hora lo más agradable posible. El doctor pudo cumplir su promesa y una suave y humana sedación facilitó el tránsito de la madre a su último destino.

Y siguiendo sus enseñazas, cuyo recuerdo no se apartó de ella ni un instante, pasado el primer dolor de la pérdida Maylín aprendió a sentir aquella agradecida nostalgia que fue la gran herencia que recibió.

Al tiempo que pensaba todo esto Maylín sintió que le gustaría acercarse a la enrabiada niña y decirle que le diera un beso a su madre y se pusiera a jugar con ella, disfrutando del gran regalo que la vida le hacía teniéndola cada día cerca de sí.

Estaba segura que su madre sonreía.

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