miércoles, 3 de marzo de 2021

Prudencio y Marina


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Goya: El Invierno o La Nevada.- Museo del Prado

Prudencio era un hombrecillo más bien pequeñito, con mirada huidiza y muy torpe desaliño indumentario. Sus facciones resecas y cuarteadas denotaban una vida habitualmente al aire libre, y sus manos rudas y descuidadas hablaban de alguien que tiene que ganarse la vida arañando literalmente la tierra.

Porque Prudencio vivía de vender arena para limpiar las “chapas” de las cocinas. Eran unos tiempos en que todavía no se usaban con pedantería palabras como economía circular, ecosistemas o materiales sostenibles, pero que se practicaban los conceptos con mayor sinceridad. Las cocinas de carbón o de leña tenían una superficie o encimera que se denominaba “chapa”y las mujeres mostraban su orgullo de hacendosas amas de casa manteniendo, entre otras cosas, una espectacular brillantez de dichas chapas. Para ello el mejor sistema era frotarlas con arena, material sostenible y reciclable. Con su venta se ganaba Prudencio su sustento.

Cuando la primavera aparecía, haciendo los días más largos y luminosos, y vistiendo de colores los árboles y los campos del camino, al tiempo que permitía el acceso al pueblo, aparecía Prudencio, con su rocín, su fiel compañero sin nombre, cargado de sacos de arena, y permanecía distribuyendo su útil mercancía hasta que la acababa. Después desaparecía tan sigilosamente como había llegado, y nadie volvía a saber de él hasta la próxima primavera.

Aquel invierno fue especialmente duro y prolongado. Los caminos y los puertos de montaña quedaron totalmente cerrados por cantidades de nieve que ni los más viejos del lugar recordaban haber visto. Es más, se prolongó también sin deshacerse durante gran parte de la primavera. Pasada esta Prudencio no había llegado, faltando por primera vez a una cita tan inexorable como la rotación de las estaciones.

En aquellos tiempos en que no había televisión ni conexión a internet y que los únicos entretenimientos de los pobres eran fabricar leyendas a la luz de la lumbre e hijos cuando esta se apagaba, el pueblo dio en dictaminar que a Prudencio se lo habían comido los lobos, que entonces no eran especie protegida. 

Gran consternación recorrió el pueblo, así que cuando a la primavera siguiente se oyó una voz que anunciaba ¡Qué viene Prudencio!, la dicha consternación trocose en alegre algarabía. Las buenas gentes salieron a la plaza, y hasta el Sr. Cura, Sr. Alcalde y el Cabo de la Guardia Civil quisieron hacer acto de presencia, otorgando oficialidad al espontáneo bullicio popular. En volandas, entre abrazos y palmadas en la espalda lo condujeron hasta el único bar-tienda del pueblo (entonces no había centros sociales ni casas de la cultura), y allí corrieron las botellas de sidra y vino y las fuentes de embutidos. ¿Quien pagaría al final?

Quizás la única persona del pueblo que no participó en el acontecimiento fue Marina. Ella era una mujer recia, de poco hablar y cuando lo hacía era solo con palabras escuetas y sentenciadoras. La vida le había dado cinco hijas, que aún eran muy pequeñas, y la guerra le había quitado a su marido y a sus padres. Así que viuda y huérfana bastante tenía con conseguir el sustento elemental para sus hijas, que nadie regala nada, y dejarse de zarandajas sin motivo.

Acabados los festines, y ya cada mochuelo en su olivo, preguntaron a Prudencia que haría a continuación, y eso fue lo que manifestó:

– Voy a regalar la arena gratis a todo el pueblo, y luego marcharme. Eso sí, menos a Marina la de don Alfonso, porque no me vino a felicitar cuando me comieron los lobos.

Así fue como lo oí relatar, a la luz de la lumbre, en la casa de mi abuela.

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