domingo, 11 de julio de 2021

Parada discrecional: Villanueva de Cañedo

Todas las tierras tienen su historia y sus ciclos, mucho más semejantes entre sí de lo que podría parecernos a primera vista, que dicen que la historia es circular y que después de los griegos pocas cosas quedan que nos sorprendan.

Y por cierto, ahora ya se admite que el Medievo no es la época oscura e inculta que durante años nos mostraron, sino que fueron tiempos llenos de arte y cultura, en los que, además, se decidieron las estructuras de las naciones tal como hoy las conocemos.

En Castilla soplaban vientos de continuas guerras entre moros y cristianos. Las fronteras de los condados y los reinos variaban constantemente como resultado de aquellas. Quizás por ello, para salvar la retaguardia de la reconquista, se construyó, entre otros, el Castillo de Villanueva de Cañedo, allá por el siglo XI, y dada la carencia de orografía defensiva se le dotó del enorme foso que lo rodea.

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Otras versiones aseguran que su construcción fue autorizada por Juan II , padre de Isabel, denominada la Católica, y vencedor de la batalla de Higueruela, protagonizando el bello poema de Abenámar. Dicha construcción fue llevada a cabo por la Casa de Alba, a la que el rey había concedido el señorío de Alba de Tormes, y posteriormente el condado del mismo nombre, y se realizó sobre los restos del castillo anterior del siglo XI al que hacíamos mención, y del que se conserva todavía el sótano.

En aquellos tiempos convulsos de continuas conspiraciones, traiciones y guerras, muertos Juan II y su hijo, Enrique IV, en 1476  el ya duque de Alba, entrega la localidad de Villanueva de Cañedo con su castillo a los Reyes Católicos, a cambio de la de San Felices de los Gallegos, como un episodio más dentro de las luchas, capitulaciones e intrigas habidas en Castilla durante la conflictiva sucesión de Enrique IV. El castillo llega a albergar a Fernando II de Aragón en su camino hacia la batalla de Toro, durante la guerra contra Juana la Beltraneja. Una cadena labrada en piedra sobre un escudo del Obispo, a la entrada del Castillo revela este acontecimiento.

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Posteriormente los Reyes lo ceden  al mariscal de Castilla Alfonso de Valencia y Bracamonte, siniestro personaje que había luchado a favor de Enrique IV y por él defendió Zamora frente a las tropas de Isabel, la denominada la Católica. Aunque poco después rindió pleito homenaje por segunda vez a los reyes Fernando e Isabel y se comprometió a ayudarles en su lucha contra el rey Alfonso V de Portugal, esposo de Juana la Beltraneja. Pero una vez más traicionó dicho compromiso entregando  la ciudad de Zamora, aunque dicha traición acabó siendo perdonado por el infante Fernando II de Aragón.

Al año siguiente, en 1477, Alfonso de Valencia lo vende a  Alonso Ulloa de Fonseca Quijada, obispo de Ávila, que fue capellán de Juan II, y acérrimo defensor de Isabel, la denominada la Católica, al punto de luchar como capitán de sus tropas en la batalla de Toro.

Sabido es que las jerarquías de las iglesias siempre estuvieron muy preocupada por los asuntos terrenales, sobre todo cuando se trataba de estar apegadas al poder y ejercerlo como uno de los mantenedores de la sociedad estamental terciaria , lo que además les instaba a llevar estilos de vida que , cuando menos, podríamos denominar de sorprendentes.

​Y volviendo al castillo, el objetivo del bueno de D. Alonso será convertirlo en su residencia habitual para allí vivir con su amante Doña Teresa de las Cuevas, alejados de las habladurías de las villas cercanas.

​Legitimado su hijo Gutierre por los Reyes Católicos, el primogénito, será el heredero del mayorazgo y el primer Señor de Villanueva de Cañedo.

​A partir de este punto, la leyenda popular denomina al castillo del Buen Amor, en honor a los sentimientos del Obispo hacia Doña Teresa.

Desde entonces el castillo pasó por múltiples avatares y propietarios hasta que en la actualidad acabó convirtiéndose en un más que confortable establecimiento hotelero.

Muy acogedor y cómodo, está instalado en medio de un gran espacio natural con amplísimos jardines, rosaledas, laberintos y hasta un lago donde el sosiego se respira y se palpa. El silencio es un bálsamo solo adornado por el canto de multitud de pájaros que dan testimonio del auténtico ambiente de naturaleza en libertad, lo mismo que las liebres que a cada paso saltan por delante del paseante. Pasear por estos entornos relaja y devuelve la paz. Como comprendemos, y envidiamos, entonces al bueno de D. Alonso!.

Para que nada falte, en los amplios alrededores hay también abundantes viñas, que proporcionan la uva para confeccionar unos sabrosos caldos propios, perfecto complemento para la exquisita gastronomía que nos oferta el amabilísimo personal del establecimiento, y que nos permite descubrir sorprendentes delicatesen como los limones serranos, y por cuya novedad aconsejamos dejarse arrastrar.

En definitiva, experiencia sin duda recomendable para quien quiera huir por un breve espacio de tiempo del mundanal ruido (lástima que inexcusablemente haya que volver), y aprovechar para conocer y meditar sobre nuestra historia.

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