domingo, 12 de noviembre de 2023

HELENA

Decidió callarse.

Helena era persona amante del sosiego y la concordia por encima de casi cualquier cosa, y que trataba de conseguirlos a base de su alta capacidad de empatía.

En el desempeño de su profesión la tenían por eficaz y estaba bien considerada, mas ella rehuía figurar o destacar por encima de sus compañeros y únicamente trataba de aportar tranquilidad y esperanza a sus clientes, lo que interpretaba como su único modo de contribuir a hacer la vida un poco mejor.

Solía decir:

-Ya no tengo edad y además nunca tuve valor para tirarme al monte y hacer la revolución universal, así que lo único que me queda es tratar de mantener limpia mi parcela.

Sin embargo, nada más lejos de su intención que el conformismo o el nihilismo. Esto unido a un alto grado de curiosidad intelectual le llevaba a interesarse por todo lo que acontecía en la vida social, en el sentido más amplio y universal del término.

Quizás por ello últimamente se sentía agobiada y desazonada. Aquel día los medios de comunicación publicitaban las trágicas consecuencias de la enésima guerra, que se solapaba con las anteriores aún no solucionadas. Llegaban noticias de dramáticos sucesos que producto de la desigualdad afectaban siempre a los más desfavorecidos, civiles inocentes, migrantes, etc.

Sentía que, en los entornos cercanos, quienes deberían trabajar por guiar y mejorar nuestra sociedad solo generaban tensión, alcanzando la mayoría de las veces escenarios demasiado soeces, amplificados por redes sociales convertidas en auténticos instrumentos de desinformación.

Aquel día la jornada había sido larga y compleja, así que al llegar a casa lo único a lo que aspiraba era a prepararse una taza de té y relajarse refugiándose en el mejor de sus mundos, la música.

Introdujo en el reproductor un CD con la versión de Perianes del concierto para piano nº 1 de Brahms, y se dispuso a soñar y gozar.

Ya el adagio la había introducido en un universo de serenidad cuando un ruido estridente y disonante rompió el encanto de aquella situación. Era la alarma del portero automático del edificio, y en su pantalla se dibujó la silueta de un hombre joven.

–Vaya por Dios. Tenía que ser él, y precisamente ahora -pensó Helena para sus adentros.

Ricardo no visitaba con mucha frecuencia a su madre, pero ella sabía que cuando esto ocurría, aunque tratase de mantener el diálogo en un tono calmado y no salirse de los temas protocolarios y convencionales pronto llegaría el momento en que Ricardo llevaría la conversación al “yo, yo y solo yo”, y los únicos motivos de la charla serían los referentes a su vida para después pasar al plano de las acusaciones y reproches, y que tras esto acabarían indefectiblemente discutiendo agriamente, él marchándose de forma abrupta y ella quedando sumida en un estado de gran agitación y tristeza.

Pero, en fin, lo intentaría por enésima vez. No quería ser ella quien generase la discordia.

–Acabo de preparar té. ¿Quieres una taza?

–No, gracias -contestó Ricardo, al tiempo que se acomodaba en el sillón frente al de su madre y establecía un tenso silencio como quien espera la pausa anterior a un combate.

Según lo habitual, Helena le preguntó generalidades a cerca de su estado, su trabajo, sus nietos o su nuera, que Ricardo contestaba con frases breves, secas, e incluso con monosílabos, y por supuesto sin interesarse nunca por la vida o los intereses de ella.

Y como siempre, sin saber por qué, tan inesperadamente como aparece una tormenta de verano en un día soleado, la conversación giró a la fase de los reproches y las acusaciones.

Mas Helena llevaba un tiempo en que al rememorar estas situaciones pensaba que sus intentos de diálogo razonado eran estériles, inútiles y contraproducentes por cuanto que eran contestados con argumentos cada vez más absurdos e hirientes, sacando a la luz presuntos hechos del pasado difícilmente comprobables y por tanto difícilmente rebatibles, como si a Ricardo solo le interesase descargar su ira desde una inmensa frialdad de sentimientos.

Se sentía cansada, muy cansada, de hacer las veces de felpudo o de saco de entrenamiento de boxeo. Dijera lo que dijera e hiciera lo que hiciera todo iba a estar mal hecho y interpretado como perverso.

Y en ese momento, sin saber cómo, le vino a la mente  frase de Ludwig Wittgenstein que le había citado aquel profesor de filosofía: Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo.

De pronto todo un horizonte se le iluminó. Ya era hora de que fuera ella quien marcase los límites, quien impusiese el ritmo. No más discusiones, no más luchas verbales de las que salía agotada y herida. Se acabó. Sus silencios serían los muros que protegiesen su Valhalla.


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